Mi abuela y Proust.
Siempre que pienso en Proust me acuerdo de mi abuela y no por que me inculcara el gusto a la lectura, que también, sino porque ella nunca me hizo magdalenas. Su especialidad eran las tostadas y la leche frita. Tostadas de sartén a la antigua usanza. Untaba delicadamente la mantequilla sobre los dos lados y colocaba la superficie sobre la sartén y mientras esa mantequilla se derretía poco a poco, mientras se doraba el pan inhalabas un olor, seguro mejor que el de las magdalenas de Proust, que se te metía por todas las glándulas y que hacía que la saliva empezara a fluir pensando en esa delicia cubierta de una exquisita mermelada. Esa sensación se acabó rápido, en unos años sucesivos, en cuanto mi cuerpo empezó a desarrollarse los dulces comentarios de mi abuela empezaron a convertirse en reproches dirigidos a mi perfección física, unas veces por la exagerada ondulación de mis curvas y otras por la falta de ellas. Desde entonces esas tostadas nunca supieron igual.
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